domingo, 1 de noviembre de 2009

El regreso de los ex libris



Los ex libris fueron marcas de posesión que se agregaban a los libros, una suerte de recordatorio para que quien lo había recibido en préstamo se sintiera menos tentado de incorporarlo a su biblioteca personal. Hoy, hay museos de ex libris y hasta estudios históricos muy juiciosos sobre su evolución. Sin embargo, hay voces muy competentes en el campo de juego de los e-books que abogan por su regreso. Han cambiado de aspecto y, por supuesto, de nombre. Hoy a los ex libris se los reconoce como DRM social, o gestor de derechos digitales socializado. Fue Bill McCoy, de Adobe, quien acuñó el término basándose en la experiencia de los Pragmatic Programers.

Mike Shatzkin, uno de los gurús de la industria editorial en cualquiera de sus manifestaciones, cree --y está en buena compañía con la gente de Apple e incluso la de Microsoft-- que los social DRM serán la solución para tanto libro baldado que anda por allí licenciado a medias a través de los formatos propietarios de los cuales el Kindle de Amazon se ha tranformado en la última palabra, aunque para muchos sea una palabra malsonante.

Esta situación en la cual los editores venden a través de un distribuidor digital como, por ejemplo, Amazon  libros mutilados se debe, por un lado, a que los editores del mundo entero temen que cuando llegue el punto de inflexión en materia de lectura electrónica, llegará también la ruina definitiva de su oficio y su provecho. Solo ven la realidad de ese momento de la mano de la piratería generalizada que asoló a la industria discográfica hace ya casi un decenio. Cruzan los dedos y le ponen puertas al campo --como murallas les construían a las ciudades en las antiguas civilizaciones que hoy excavamos-- en la esperanza de conseguir lo imposible: que la mayor dificultad para romper los controles del derecho de reproducción (que ellos detentan a medias con los autores) disuada a quienes creen, como Elizabeth Taylor en una de las fiestas de sus bodas, tener unos 2 mil amigos íntimos con quienes compartir, en este caso, los archivos que hacen al objeto de su comercio: el ebook. Esas puertas puestas al campo son los DRM directos. Por otro lado, están los lectores a quienes lo que les resulta realmente difícil de entender es que no son dueños de un libro por el cual han pagado una pasta y libres de hacer con esa propiedad lo que les plazca como, por ejemplo, prestarla.

Nadie es dueño de un libro digital  gestionado por un DRM directo, sino un mero licenciatario de un servicio relativamente caro y con grandes restricciones, que llegan al punto de ocasionar la pérdida definitiva de los libros, que se suponen comprados, por el simple hecho de cambiarse a una versión más avanzada del dispositivo dedicado que usa. Lo grave parece ser que, según denuncian bibliotecarios de los Estados Unidos, nadie sabe con exactitud a qué dan derecho estos DRM. O eso dicen los ejecutivos de turno cuando les llega una queja o un periodista se torna inquisitivo.

Así, los DRM directos están retrasando el momento del punto de inflexión --para entendernos, cuando no haya retorno posible al modelo viejo de vender por millones de ejemplares borradores de  novelas adocenadas-- pero no porque eviten la piratería sino porque destruyen, por su misma existencia, una de las condiciones sin las cuales nunca alcanzaremos a los libros en la nube: la interoperabilidad de los dispositivos dedicados a la lectura, que volverá masivo su uso, bajando sensiblemente los precios.

Mike Shatzkin, que en este momento está organizando la gran conferencia de Digital Book World, que tendrá lugar en Nueva York en enero de 2010, no quiere romper lanzas y tal vez no le falta razón: en la cultura del miedo que caracteriza en estos días a la industria editorial, tal vez sea mejor que al león moribundo le demos esperanzas mientras respire. Así, en esta negociación permanente de lo viejo con lo desconocido, el DRM social aparece para muchos como la forma de convencer a los editores dominantes de que se internen en el huerto del futuro. El DRM social es una marca de agua que lleva cada libro licenciado y en esa marca de agua puede estar desde el nombre de quien lo bajó a su dispositivo, hasta el número de su tarjeta de crédito (aunque con los números encriptados por el método del revoltijo). El lector, aunque todavía dueño de nada, al menos podrá prestar y, se supone, no pirateará por "vergüenza social"... o miedo a que le anulen la tarjeta de crédito. Kindle, por ahora, no cree en nada de todo esto, como tampoco creyó Bill Gates en el código abierto. A la historia reciente me remito.

Y aunque joven, inexplorado y combatido, ya hay quienes le anuncian el día de su entierro a esta versión digital de los ex libris.

2 comentarios:

Elina dijo...

Yo todavía tengo que enseñarle a leer al indiecito de la foto.La marca de agua la tiene en el río, por el momento.

Elina dijo...

Escribir un comentario en un blog sobre libros fantasmas que se escriben con agua, te escrachan con la tarjeta y no sabés si lo tenés o no lo tenés es para un DVD de terror.
Ahora viene lo peor, que es circular el comentario.